Una caja negra iluminada
En el teatro el tiempo es otra cosa; Julia siente que puede tocarlo, tomarlo con las manos, detenerlo. Las notas agudas y sostenidas son hilos iridiscentes que se estiran y la envuelven a medida que avanza la pieza. La violinista tiene apenas catorce años. Se puso un vestido de tafeta celeste, largo, una cinta en el pelo haciendo juego. Julia sonríe ante la frescura de la potencia que irradia; se inclina hacia delante, el resto de los espectadores hace lo mismo. Por apenas unos segundos, todos dando brazadas entre millones de puntos dorados. El agua como la noche, la noche como una casa.
Llegan los aplausos, algunos se ponen de pie. Ella vuelve a sentir la molestia en la rodilla derecha, el dolor de cabeza que se hace más intenso detrás de los ojos. Entre murmullos, en el pasillo, esquiva la fila que ya se hizo en el baño. Baja las escaleras, mira hacia arriba; la puerta principal del Colón triplica su estatura. Sale. Cruza la plaza de los atriles que no sostienen nada; una orquesta de fantasmas, piensa. Agarra por Talcahuano, tararea una melodía parecida a la que acaba de escuchar. En las puertas de los bancos hay gente durmiendo, no las mira. Canta. Piensa en esa ballena que canta a una frecuencia más alta que el resto de las ballenas lo que hace que no puedan escucharla. La ballena 52 hz, así se llama. ¿Sabrá que no la escuchan? Vuelve a tararear. Porque no deja cantar. Sigue. Entre el olor que dejan a su paso los camiones de basura, ya casi llegando a la esquina de Mitre, ve a un hombre envuelto en una frazada caminando por el medio de la calle. Acelera. Se hace más intenso el sonido del taco bajo de sus botas golpeando las baldosas viejas.
Ni bien abre la puerta de la casa, la garganta se le cierra por la sequedad del ambiente. Pensó que tenía más tiempo, pero no. Desde el cuarto, la mamá grita su nombre; interrumpe la melodía que seguía sonando en su cabeza. Responde con la voz quebrada después de tragar saliva dos o tres veces. Prepara un té, apoya las manos sobre el mármol frío y toma aire por la nariz. Al lado de una ventana con los vidrios sucios está la alacena. La abre: ya no queda ningún juego completo. Agarra la tacita que tiene las flores celestes y el borde plateado, y el platito con letras chinas. Sale al pasillo, mientras camina pisa la figura geométrica irregular que proyecta la lámpara del cuarto sobre el piso de madera.
—¿Por qué tardaste tanto?
La mamá la mira con los ojos muy abiertos. Levanta las cejas dibujadas; la frente se arruga formando cuatro renglones bien marcados. Está tirada en la cama con una bata rosa llena de pelotitas. Los párpados pintados de violeta, el rimel azul seco se acumula en las pestañas.
—Pensé que llegabas más tarde.
Cuando apoya la bandeja en la mesa de luz, la cucharita choca contra la taza de porcelana.
—No me gusta llegar, que no estés.
Julia hunde sus manos en un frasco lleno de algodones.
—Te saco el maquillaje.
La mamá aprieta los labios. Ella se sienta y la toma del mentón. Al esparcir la crema, la pintura se estanca entre los pliegues de la piel, los azules se mezclan con los violetas. Carga un poco más de crema, hace un poco más de presión para limpiar bien; la boca, las líneas de la cara, los ojos parecen desaparecer, borrarse.
La televisión está prendida sin sonido. Una mujer explica una receta mientras mezcla los ingredientes. Desde la cocina se oye el ruido constante del motor de la heladera.